Imaginemos la ciudad de Granada a punto de cruzar del siglo XVI al
XVII: la Rebelión
de las Alpujarras aparece como un momento traumático que marca un antes y un
después en el devenir histórico de la ciudad.
La luminosidad renacentista que antes inundaba todo el arte que se producía se
ha desvanecido; la paz y la exuberancia que eran el signo de la época anterior
han sido reemplazadas por la severidad y el recogimiento, acentuado por el
enfoque que Felipe II, el rey Prudente, ha querido dar al arte de su tiempo, siendo el herreriano Monasterio del
Escorial el paradigma que se extenderá por gran parte de la península; esta
quietud se ve removida en Granada por la actividad del Arzobispo D. Pedro de Castro,
que desde la presidencia de la
Chancillería , dirige con mano firme su obra de gobierno, y
desde su silla de Prelado, despierta devociones y aviva el tono religioso de
una ciudad que se ha quebrado guerreando una vez más defendiendo la religión
Católica.
La ciudad que buscaba el silencio, «hijo prudente del temor callado»
que escribiera Pedro Soto de Rojas, preparándose en secreto para un nuevo
aliento que traería, de la mano de Alonso Cano o Pedro de Mena por poner solo dos ejemplos palmarios, un
nuevo arte más arraigado a la tierra, popular y genuino del que se había creado
hasta momento en ella. Pero como siempre para que aparezca lo novedoso ha de
existir previamente una normalidad asumida que explorar y poner a prueba, en
Granada fue necesaria la existencia de una serie de artistas que trabajaban
experimentando sobre la tradición heredada con una idea en la mente: comunicar
y excitar la devoción en sus conciudadanos de una manera más cercana a ellos y
más sentida.
Sumido durante siglos en las tinieblas de la historia de las que
solo le salvaban el testimonio mudo de las obras que realizó y que hoy
son parte de nuestro día a día en la ciudad, y oscurecida su figura y su fama
por la evidente superioridad artística de su hijo Pedro de Mena y Medrano, hoy
los historiadores ven en Alonso de Mena y Escalante un artista de sumo interés
por ejemplificar las vicisitudes del ambiente artístico granadino en un momento
de transición entre dos siglos y dos maneras de sentir a escultura devocional:
la manera del clasicismo renacentista importado desde Italia, y la manera andaluza del naturalismo barroco
que se gestará y eclosionará con un carácter distintivo y personal en Granada y
su escuela escultórica, como una fusión de arte, sensibilidad popular y
religión. Fue un escultor de ambiciones
frustradas: inquieto, atraído por todo estímulos, no quedó nunca satisfecho con
los resultados, pues una búsqueda constante quebró la línea de su obra. Su
anhelo de sosiego, silencio y orden se contradecía con el ansia de ímpetu, de
movimiento y expresividad humana.
En
contadas ocasiones logró plasmar en la madera la belleza y la gracia que
bullían en su cabeza pero sí preparó el terreno y sirvió de puente para que sus
sucesores lo hicieran. Con todo y pese a sus defectos, Alonso de Mena, fue un
gran escultor en potencia y en acto, que gozó durante la primera mitad del
siglo XVII de una fama artística. Su figura pronto quedó sumida en una tiniebla
tras su muerte de la que solo pudieron salvarlo el testimonio mudo de su
obras al ser superado por la fuerza y
la sensibilidad de las esculturas de su propio hijo, el célebre Pedro de Mena.
Sin embargo, su labor, la actividad de su taller, sus propuestas iconográficas,
incluso sus propios errores serán germen fecundo de los aciertos que vendrán
después, que serán realizados por la siguiente generación, a partir de la
segunda mitad del XVII.
Por ese olvido en que cayó a
causa del imparable y muy justificado éxito de su hijo, pocos son los datos
certeros que tenemos en cuanto a su vida, pero es posible hacerse una idea de
su carácter. Es probable que Mena procediera de una familia de impresores
oriundos de Noblejas, en el Arzobispado de Toledo, que empezaron a trabajar en la
ciudad de Granada se fechan en 1558. El
taller familiar estaría situado frente al Hospital del Corpus Christi, en cuya
iglesia descansan los restos del artista desde que le llegara la muerte el
cuatro de septiembre de 1646. Pronto entró en contacto con el ambiente
artístico y literario de la
Granada de finales del XVI, considerándosele uno de los
artistas más cultivados de su tiempo. Tal vez fuese Soto de Rojas quien le
inculcó esa poética de lo minúsculo y hogareño que será, a través suya, signo de estilo distintivo de la escuela
granadina en su más alta expresión. Su taller fue uno de los más activos de la
región, y en él, además de su hijo, se formó Bernardo de Mora, que mantendría
lo mantendría a la muerte del maestro, aunque la llegada de Alonso Cano a la
ciudad inició su decadencia. Hoy podemos disfrutar de sus obras en Córdoba,
Sevilla, Jaén y Málaga entre otras ciudades.
Fundamentalmente trabajó como
imaginero, pero también se dedicó a la escultura civil, como demuestran los relicarios-retablo
que realizó para la Capilla
Real o la portada
del Hospital Real, terminada en 1640. Una de sus últimas obras fue el Cristo
del Desamparo: hoy se venera en la Iglesia de San José de
Madrid, quedó sin policromar, aunque invirtió dos años en realizarla y puso
tanto amor en su trabajo que confesaba y comulgaba antes de coger la gubia.
Texto de Damián Cabrera García, Historiador del Arte.
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